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Narcochampeta: La banda sonora de una ciudad en disputa



Por Alfredo Díaz Mulford a.k.a Alfre2 Emecé 

"Si quieres controlar a una nación, comienza por controlar su cultura popular." — Noam Chomsky.

Reflexionando sobre las palabras del cantante Young F donde mencionaba este  fenómeno, es imposible ignorar una realidad que crece en Cartagena como sombra que nadie quiere mirar de frente: algunos artistas del género, están alimentando sin saberlo —o tal vez sí— el imaginario colectivo del crimen organizado en los barrios populares.

Así como el gangsta rap en EE. UU. y los corridos tumbados en México narran y glorifican las lógicas de las pandillas y el narcotráfico, ha surgido en Cartagena la narcochampeta. No nació de la noche a la mañana. Fue después de años de desplazamientos por el conflicto armado acompañado de la fallida desmovilización paramilitar, cuando la guerra rural se trasladó a la ciudad, que la champeta empezó a mutar como espejo del entorno.

La música no es culpable del deterioro social. La desigualdad, la corrupción estructural y un Estado local fracturado son la raíz. Pero cuando la música se convierte en altavoz de estructuras criminales, se vuelve parte del mismo problema. Ya no es sólo fiesta: es discurso. Es mensaje. Y ese mensaje está llegando a jóvenes sin oportunidades, sin guía, sin protección.

Muchos artistas hoy mandan “cobas” a capos urbanos, glorifican armas, rutas y estilos de vida donde el éxito se mide en muerte y dinero ilegalmente obtenido. Y como decía Pierre Bourdieu, "La violencia simbólica es aún más peligrosa que la física, porque actúa sin que lo notemos".

No se trata de censurar, sino de llamar a la responsabilidad. La champeta tiene el poder de transformar, de sanar, de reconstruir tejido social. ¿Por qué seguir usándola como reflejo de muerte cuando puede ser motor de vida?

Es hora de que algunos artistas de champeta midan el peso de sus palabras y comprendan que su música forma parte del entorno emocional y cultural de miles de jóvenes.

Porque mientras cantamos lo que nos destruye, ignoramos lo que nos puede construir. Y si no se da el “stop” desde la conciencia artística, Cartagena seguirá bailando al ritmo de su autodestrucción.